Corned beef
- Inés Nogueiras
- 10 sept
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 13 sept

La lata es rectangular y tiene las aristas redondeadas. Es pequeña. Un adulto podría esconderla entre sus manos cerradas, pero en esta historia no hay adultos. La cubre un papel tan mal pegado que la deja desnuda al primer manoseo. El papel tiene trazos de color rojo y el dibujo anticipatorio de parte de una vaca. Es una lata resistente. Da la impresión de que podría caerse del tercer piso del único edificio de la cuadra y seguiría intacta. Esa lata fue creada para tiempos de guerra.
La lata aparece de la nada, como aparecen todas las cosas cuando hay diez, quince, veinte niños revoloteando en la misma vereda, tan cerca y tan lejos de sus hogares. Son los días de las puertas sin tranca, de las calles sin tránsito, de los niños sin escuela. De tardes que huelen a sudor, a chicle de frutilla, a flor de paraíso, a libertad. La vereda es una constelación humana que tiene como centro gravitacional un banco enorme símil piedra. Un respaldo curvo que brota de la fachada misma de ese edificio desubicado en pleno barrio Prado.
En ese universo anárquico e infantil las reglas no escritas son jugar y sudar y sentarse y gritar y jugar y caerse y rasparse y seguir. El agua oxigenada y el rezongo por la ropa sucia o el pantalón roto son problema para después, para la hora de los gritos de está la cena, de ya fue suficiente, de dale que nos tenemos que ir. Los gurises en la calle son un enjambre con muchas reinas.
¿Quién trajo la lata? Inútil preguntarlo, porque ¿quién trajo la pelota que vuela de cordón a cordón, quién trajo el elástico para saltar, de quién son las bicicletas que descansan ahora apiladas como fichas de dominó? La lata ya es parte del grupo y está en las manos del líder circunstancial de esa tarde. Están de suerte porque ese tipo de latas no requiere un cuchillo afilado que amenace falanges ni un artefacto con forma de ocho que va trazando en el metal su herida dentada a fuerza de giros de muñeca. Esta lata trae incorporada una llave en forma de T, con un ojal que se engancha a una pequeña lengüeta. Enroscando esa lengüeta en el ojal, la lata comienza a desprenderse de un cinturón fino de su piel, que al final queda enrollado como una serpentina de cumpleaños. La parte inferior se desprende sin más; la lata se saca el sombrero para saludar a los presentes.
Y ahí está el tesoro. Un amasijo de puntos rojizos y blancos, una masa de un rosado antinatural que brilla por la grasa que se rinde al sol y comienza a adquirir un aspecto húmedo, como la superficie de una lengua cuarteada. Su endeble integridad dura lo que demora el primer dedo en hundirse y salir con una parte del botín. Y ese primer índice expedicionario abre el paso al resto de la comitiva, que se abalanza sobre la pulpa temblorosa. Un ejército de dedos viaja de la lata a las bocas y vuelven a por más, porque en ese momento todo se reduce al gozo de la sal y el gusto a fiambre y la textura sedosa en el paladar después de una extenuante tarde de pedaleo y manchado. En ese momento esa conserva cárnica tiene el sabor de todas las posibilidades del mundo.
Enseguida el grupo se dispersa. Pies que se calzan, bicicletas que se enderezan, manos de dedos todavía húmedos que se chocan, palmean espaldas o antebrazos, abren picaportes. En un parpadeo la vereda queda gris, silenciosa, abatida. El banco símil piedra ya no sostiene ningún cansancio, ya no recibe ninguna confidencia. Solo queda a sus pies una lata vacía, sin carne ni destino, que se empieza a oxidar mientras sueña con todas las otras guerras en las que podría haber servido.
Escrito para el taller Credo: Geografías del yo
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