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Dios te salve

  • Foto del escritor: Inés Nogueiras
    Inés Nogueiras
  • 22 sept
  • 2 Min. de lectura
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“Tranquila, tengo un angelito de la guarda”, me dice mi abuela mientras hace equilibrio en una escalera de madera que se tambalea con sus movimientos imprudentes. Su metro cincuenta arqueado en un ángulo imposible para alcanzar los racimos más rebeldes del parral. Las uvas hinchadas de sol caen a un balde a mis pies, mientras yo la miro con ojos aterrados y lo más parecido a un rezo que me sale de los labios.


Mi abuela tenía un angelito de la guarda y negociaba constantemente con Dios por más años de vida. Para ser tan católica desconfiaba bastante del prójimo. Vivió parte de su vida en un pueblo perdido de Galicia, en la España del franquismo. Se casó medio obligada por un tío que le dijo que era eso o venirse a América, porque una mujer joven no podía quedar sola. Eligió el casamiento y al final fue el marido el que la arrancó del continente. Mi abuela no tenía las mejores opiniones sobre el matrimonio.


Mi abuela dejó en Galicia una parte de sí, en el más literal de los sentidos. Una falange de su anular izquierdo descansa en sagrada sepultura en el camposanto de su pueblo. De chica me obsesionaba ese dedo tres cuartos, me gustaba acariciar la piel suave y tirante entre los bultos que formaban los huesos. Me imaginaba su mano entera de campesina joven y el filo de la hoz que aquel día segó más que pasto. El cuerpo de mi abuela reposa ahora bajo la tierra de dos países.


Escribía muy poco, creo que solo una vez vi en su casa un papel que decía Pilar Fernández Trabazos con una letra de firuletes exagerados. No le gustaba la cocina, pero seguimos sin poder olvidar el sabor de su pizza de cumpleaños. Renegaba de las mascotas porque daban mucho trabajo. Me guiñaba un ojo y sonreía pícaramente cuando se dejaba ganar a la escoba de 15. Me hacía rezar el Padrenuestro y el Avemaría antes de dormir y a mí me encantaba decir “llena eres de gracia”. Tenía el olor de un libro viejo donde se puso a secar una rosa. Hablaba en gallego si discutía con mi abuelo en mi presencia. Siempre le entendí todo, incluso lo que no me dijo.

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