Voraz
- Inés Nogueiras
- 29 oct
- 1 Min. de lectura
Actualizado: 30 oct

Cuando arrimo el tenedor tengo clarísimo —con la certeza de los relámpagos— que ese bocado va a quemar, doler, despellejar, inflamar. Pero igual abro la boca y mastico. Dejo los labios entreabiertos para aspirar aire fzah fzah fzah con la ridícula esperanza de que enfríe, ayude, alivie. Si eso no es suficiente empino un trago de algo fresco, aunque trato de no llegar a ese extremo porque el líquido arruinaría la textura de ese pedazo de lava semisólida que se revuelve en mi boca. Después paso la punta de la lengua por el paladar y ahí está el paisaje de guerra: jirones de membrana y surcos húmedos como los que se forman en la arena de la playa cuando la ola se retira con fuerza.
Ojalá algún día aprenda a esperar que se enfríe la comida.


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