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Querido Flama

  • Foto del escritor: Inés Nogueiras
    Inés Nogueiras
  • 27 sept
  • 2 Min. de lectura
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Ni en mis más alocados sueños —y pueden ser bastante alocados— se me habría ocurrido que llorar por un auto iba a estar en mi tarjeta de bingo de la vida. Pero ya viste lo que pasó aquel viernes de julio: cuando en el semáforo de los accesos elegiste que sonara Gabo Ferro —siempre tuviste un excelente sentido de la oportunidad— y dejaste que su “siempre es un camino perdido” colmara la cabina, ese espacio íntimo tan público, no pude contener las lágrimas. Era nuestro último viaje.


Toda mi vida sostuve con una convicción casi religiosa que jamás iba a manejar. Que me costaba coordinar dos movimientos a la vez. Que soy tan torpe que todas las semanas gano moretones por chocar contra los objetos más diversos. Que el tránsito es salvaje y la gente está loquísima. Pero bien dicen que la necesidad tiene cara de hereje, y mi herejía no fue contra Dios sino contra mis propios dogmas. Cuando empecé a vivir demasiado lejos de mi rutina, apareciste como promesa y destino.


Nunca supe de autos. Nunca me interesó más que el color, y por eso desde el primer día me encantó que fueras anaranjado. Ese tono con nombre de ají picante no dejaba a nadie indiferente. Ni siquiera al flaco que lavaba parabrisas en un semáforo de la Perimetral cuando lanzó un “¡pah, está re flama!” y te dio sagrado bautismo.


Confieso que te tuve miedo mucho tiempo. Me acercaba a vos como quien va a abrir la jaula de un tigre. Buscaba cualquier excusa para no subirme, para no tener que salir. Terminaba haciéndolo igual —aquello de la necesidad—, pero por mucho tiempo ese ruido mental acompañaba el del tintineo de la llave en mi mano. No recuerdo cuándo fue el momento exacto en que te volviste imprescindible.


Vivimos roces, raspones, choques —sí, soy muy torpe—. Pasamos momentos de tensión, de bronca, de violencia —sí, el tránsito es salvaje—. Aguantaste con estoicismo que un señor desnudo te caminara por el capó y el techo —sí, la gente está loquísima—. Fuiste el escenario de karaokes fabulosos con mis amigas. Escuchaste más Ricardo Montaner de lo que se considera médicamente recomendable.


Me diste independencia, me acortaste las distancias, me regalaste parte de ese no-tiempo que habita los traslados. Pero sobre todo me enseñaste que las palabras pueden convertirse en sentencias, que cuando nos definimos muchas veces nos limitamos. Que sí era capaz de hacer lo que dije que nunca podría. Por ese horizonte y todos los que vimos juntos: gracias.


Inés.


Posdata: Ojalá tu nuevo dueño te ponga “Castillo azul” de vez en cuando.

 
 
 

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